Tuesday, November 8, 2011

Nueva Narrativa Latinoamericana: "Apenas Marta" - Por Lorea Canales (fragmento)

La novela Apenas Marta (Plaza y Janés, 2011), de la escritora mexicana Lorea Canales, será presentada el próximo viernes 11 de noviembre a las 7 pm en McNally Jackson; para mayor información, hacer click aquí. El siguiente fragmento se publica con autorización de la autora.

La Artista

Adriana caminaba apresurada hacia la parada de taxis del Parque México. No soportaba los taxis de sitio y había salido de su departamento esperando encontrar un ecotaxi. Un vochito de los que tanto le gustaban, como los que Damián Ortega había deconstruido. Eso sí que era arte. Eso era brillante. ¿Qué hay más mexicano que el vochito? ¿Qué más visto? ¿Qué más conocido? ¿Qué más kitschesoso? Y Damián había tomado el cliché y lo había literalmente deconstruido. Pieza por pieza, elevadas como si flotaran en el espacio. El vocho convertido en universo. Receta para deconstruir un vocho: quitar tornillos y gravedad. Fantástico. Y ahora no había uno en la calle y tendría que pagar tres veces más para llegar al aeropuerto en un pinche taxi de sitio.
Le gustaba el aire fresco de la mañana. No era la única en la calle, pero existía una quietud que pronto sería sustituida por un barullo inmundo. Debía proponerse salir a caminar más temprano, a esta hora justo, antes de que la ciudad despertara y pareciera aún aquel México mítico, transparente, que habitaron Diego y Frida, cuando todavía se veían los volcanes. Caminó hacía los taxis naranjas enfilados en la orilla del parque. Al verla, un conductor rompió el círculo donde conversaban todos, apagó su cigarro y abrió la puerta del auto.
—Al aeropuerto de Toluca, por favor. —Son cuatrocientos pesos, seño. —¡Cuatrocientos! Pero si al otro aeropuerto son ciento cincuenta. —Si quiere la dejo en el camión. —¿Qué camión? —Sale uno de Santa Fe que va al aeropuerto cada quince minutos. —¿Y eso cuánto cuesta? —No sé, seño, pero yo le cobro sólo doscientos para ir a Santa Fe. Adriana echó un último vistazo a la avenida México con esperanza de encontrar un taxi verde que la llevara por cien pesos hasta el fin del mundo.
Trató de recordar el nombre de una artista que hizo eso, se fue en un ecotaxi hasta Tijuana tomando fotos y grabando video de todo el recorrido.
—Está bien. Lléveme.
Eso le pasaba por tratar de encontrar siempre el vuelo más barato, aunque su mamá le había dicho que le invitaba el boleto y a ella le estuviera yendo bien.
Adriana comprobó que el taxi tomaba una ruta conocida y, una vez segura del trayecto, dejó de preocuparse.
El taxi atravesaba las Lomas por avenida Reforma rumbo a Santa Fe. Comenzaba el tráfico. Ver las casas de los ricos le hizo recordar a su mamá.
A los cinco años, cuando la dibujó por primera vez, había ya dejado de pintar con colores y se interesaba por el lápiz. Tenía una libreta de cartulinas blancas que le compraba el primer domingo de cada mes. Años antes su mamá había entendido que debía racionarle el papel a la niña, pues era un hábito que, sin ser caro, podía aproximarse a un lujo si le permitía usarlo sin medida. Le compraba en cambio grandes rollos de papel revolución que conseguía en La Merced por tres pesos. Para entonces ya se había habituado a hacer estudios sobre el papel revolución, y luego pasar sus dibujos más trabajados a la cartulina. El dibujo mostraba a su mamá de pie, con los pies descalzos, cinco dedos en cada pie a los que no había logrado dar perspectiva y entonces parecían superpuestos, como si se observaran desde arriba. El vestido de su mamá también estaba muy trabajado, meticulosa- mente delineado y rellenado con lápiz de palo celeste —el único color en todo el dibujo—, con un delantal. El delantal tenía pliegues bien organizados en la cintura. Trató de darle dimensión al rostro y dibujó un óvalo algo exagerado. Ya pintaba ojos en forma de almendra, pupilas con iris, cejas y pestañas. Recordaba la importancia que tenía para ella en ese entonces no dejar fuera ningún elemento. El dibujo tenía orejas, aretes, el pelo de su madre en una coleta con dos pasadores, como lo usaba con frecuencia.
Adriana tenía el hábito de observar a su mamá. La veía emprender los quehaceres del hogar. Quehaceres. Qué magnífica palabra, pensó. Porque efectivamente de eso se trataba, lo que se tiene que hacer cada día: limpiar los baños, hacer las camas, barrer, poner un foco, pagar el gas, trapear, cosas tan tediosas y en apariencia triviales que no merecen nombrarse.
No sabía si desde entonces dibujaba por placer, creía que sí, pero al mismo tiempo reconocía que era un hábito, una costumbre que agarró de chica, porque intuía que no debía molestar, que su madre ya tenía suficiente trabajo, que era mejor si ella estaba quieta y callada, y dibujando no molestaba, hasta que dibujó cosas que sí fastidiaban y entonces se dio cuenta de su fuerza, pero eso fue después.
Su madre empezó a trabajar cuando ella tenía diez años. Se quitó el delantal, se soltó el pelo, se hizo rayos rubios, se delineó los ojos —eventualmente hasta llegó a tatuarse los párpados y la orilla de los labios—. Adriana había entonces descubierto los pasteles. Hizo un retrato de ella, esfumando su cara, ahora sí en tercera dimensión. Un perfil tres cuartos, el pelo de su madre ondulado, un amarillo reflejando las luces recién hechas, los labios pintados color rosa. En sus ojos puso destellos verdes con amarillo, pues se había dado cuenta de que los ojos de su mamá tenían rayos, como el sol.
Regresaba de la escuela sola. Había aprendido a lavar y planchar su uniforme, a hacerse de comer. Prendía la televisión, hacía la tarea y en un cuaderno dibujaba bosquejos de actores de tele- novelas; uno, de Rogelio Guerra, lo vendió en el colegio.
Por esa época su madre empezó a hablar, pero ya era demasiado tarde. A Adriana no le interesaba escuchar los detalles de su trabajo, u opinar qué traje era más apropiado. Había descubierto los libros, y tenía un grupo de amigos con quienes comentar lo que sí le interesaba: el arte, la vida, la política. Igual leía a Carlos Castaneda que a Nietzsche, a José Agustín que a Thomas Hardy. Se volaba clases y pasaba el día entero en la librería Ghandi, retratando a los viejitos jugando al dominó. Sus amigos tocaban la guitarra, fumaban mota, iban a Coyoacán. Adriana no hablaba de nada de esto con su mamá.
Ahora lo lamentaba. Su mamá viviría en una de esas casas y ella no sabía quién era. Consideró tratar de conocerla. No tenía tiempo. Le dio tristeza pensar que no tenía tiempo para conocer a su mamá, pero al menos había aceptado pasar con ella el fin de semana.
El taxi se aproximaba a una especie de terminal, donde había camiones y espacios de estacionamiento en lugar de aviones.
—Aquí la dejo, seño. Mire, ése es el camión que debe tomar. —Gracias. ¿Cuánto me dijo que era? Contó con cuidado los billetes. Tenía trescientos pesos. Esperaba poder llegar hasta la casa de los Tordella de la Vega sin ir al cajero. Pensó en hacer algo, alguna instalación con los cajeros automáticos. Verlos por dentro quizás. Ellos nos veían, tenían cámaras de seguridad, conocían nuestros nombres, nos repartían dinero. ¿Cuál era la relación del cajero con nosotros y de nosotros con ellos? ¿Poner un cajero que se tragara las tarjetas de la gente y filmar sus reacciones? No, eso era demasiado “camera escondida”, tendría que ser algo más profundo. Quizás la relación de los cajeros entre ellos, un cajero cargado de lana, ligando a otro, preguntándole el saldo y comparando si le convenía o no. Un performance con un serrucho eléctrico partiendo un cajero por la mitad, billetes volando por todos lados, y el ruido. Chispas.

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