La novela Apenas Marta (Plaza y Janés, 2011), de la escritora mexicana Lorea Canales, será presentada el próximo viernes 11 de noviembre a las 7 pm en McNally Jackson; para mayor información, hacer click aquí. El siguiente fragmento se publica con autorización de la autora.
La Artista
Adriana caminaba apresurada
hacia la parada de taxis del Parque México. No soportaba los taxis de sitio y
había salido de su departamento esperando encontrar un ecotaxi. Un vochito de
los que tanto le gustaban, como los que Damián Ortega había deconstruido. Eso
sí que era arte. Eso era brillante. ¿Qué hay más mexicano que el vochito? ¿Qué
más visto? ¿Qué más conocido? ¿Qué más kitschesoso? Y Damián había tomado el
cliché y lo había literalmente deconstruido. Pieza por pieza, elevadas como si
flotaran en el espacio. El vocho convertido en universo. Receta para
deconstruir un vocho: quitar tornillos y gravedad. Fantástico. Y ahora no había
uno en la calle y tendría que pagar tres veces más para llegar al aeropuerto en
un pinche taxi de sitio.
Le gustaba el aire fresco de
la mañana. No era la única en la calle, pero existía una quietud que pronto
sería sustituida por un barullo inmundo. Debía proponerse salir a caminar más
temprano, a esta hora justo, antes de que la ciudad despertara y pareciera aún
aquel México mítico, transparente, que habitaron Diego y Frida, cuando todavía
se veían los volcanes. Caminó hacía los taxis naranjas enfilados en la orilla
del parque. Al verla, un conductor rompió el círculo donde conversaban todos,
apagó su cigarro y abrió la puerta del auto.
—Al aeropuerto
de Toluca, por favor. —Son cuatrocientos pesos, seño. —¡Cuatrocientos! Pero si
al otro aeropuerto son ciento cincuenta. —Si quiere la dejo en el camión. —¿Qué
camión? —Sale uno de Santa Fe que va al aeropuerto cada quince minutos. —¿Y eso
cuánto cuesta? —No sé, seño, pero yo le cobro sólo doscientos para ir a Santa
Fe. Adriana echó un último vistazo a la avenida México con esperanza de
encontrar un taxi verde que la llevara por cien pesos hasta el fin del mundo.
Trató de recordar el nombre
de una artista que hizo eso, se fue en un ecotaxi hasta Tijuana tomando fotos y
grabando video de todo el recorrido.
—Está bien. Lléveme.
Eso le pasaba por tratar de
encontrar siempre el vuelo más barato, aunque su mamá le había dicho que le
invitaba el boleto y a ella le estuviera yendo bien.
Adriana comprobó que el taxi
tomaba una ruta conocida y, una vez segura del trayecto, dejó de preocuparse.
El taxi atravesaba las Lomas
por avenida Reforma rumbo a Santa Fe. Comenzaba el tráfico. Ver las casas de
los ricos le hizo recordar a su mamá.
A los cinco años, cuando la
dibujó por primera vez, había ya dejado de pintar con colores y se interesaba
por el lápiz. Tenía una libreta de cartulinas blancas que le compraba el primer
domingo de cada mes. Años antes su mamá había entendido que debía racionarle
el papel a la niña, pues era un hábito que, sin ser caro, podía aproximarse a
un lujo si le permitía usarlo sin medida. Le compraba en cambio grandes rollos
de papel revolución que conseguía en La Merced
por tres pesos. Para entonces ya se había habituado a hacer estudios sobre el
papel revolución, y luego pasar sus dibujos más trabajados a la cartulina. El
dibujo mostraba a su mamá de pie, con los pies descalzos, cinco dedos en cada
pie a los que no había logrado dar perspectiva y entonces parecían
superpuestos, como si se observaran desde arriba. El vestido de su mamá también
estaba muy trabajado, meticulosa- mente delineado y rellenado con lápiz de palo
celeste —el único color en todo el dibujo—, con un delantal. El delantal tenía
pliegues bien organizados en la cintura. Trató de darle dimensión al rostro y
dibujó un óvalo algo exagerado. Ya pintaba ojos en forma de almendra, pupilas
con iris, cejas y pestañas. Recordaba la importancia que tenía para ella en ese
entonces no dejar fuera ningún elemento. El dibujo tenía orejas, aretes, el
pelo de su madre en una coleta con dos pasadores, como lo usaba con frecuencia.
Adriana tenía el hábito de observar
a su mamá. La veía emprender los quehaceres del hogar. Quehaceres. Qué
magnífica palabra, pensó. Porque efectivamente de eso se trataba, lo que se
tiene que hacer cada día: limpiar los baños, hacer las camas, barrer, poner un
foco, pagar el gas, trapear, cosas tan tediosas y en apariencia triviales que
no merecen nombrarse.
No sabía si desde entonces
dibujaba por placer, creía que sí, pero al mismo tiempo reconocía que era un hábito,
una costumbre que agarró de chica, porque intuía que no debía molestar, que su
madre ya tenía suficiente trabajo, que era mejor si ella estaba quieta y
callada, y dibujando no molestaba, hasta que dibujó cosas que sí fastidiaban y
entonces se dio cuenta de su fuerza, pero eso fue después.
Su madre empezó a trabajar
cuando ella tenía diez años. Se quitó el delantal, se soltó el pelo, se hizo
rayos rubios, se delineó los ojos —eventualmente hasta llegó a tatuarse los
párpados y la orilla de los labios—. Adriana había entonces descubierto los pasteles.
Hizo un retrato de ella, esfumando su cara, ahora sí en tercera dimensión. Un
perfil tres cuartos, el pelo de su madre ondulado, un amarillo reflejando las
luces recién hechas, los labios pintados color rosa. En sus ojos puso destellos
verdes con amarillo, pues se había dado cuenta de que los ojos de su mamá
tenían rayos, como el sol.
Regresaba de la escuela sola.
Había aprendido a lavar y planchar su uniforme, a hacerse de comer. Prendía la
televisión, hacía la tarea y en un cuaderno dibujaba bosquejos de actores de
tele- novelas; uno, de Rogelio Guerra, lo vendió en el colegio.
Por esa época su madre empezó
a hablar, pero ya era demasiado tarde. A Adriana no le interesaba escuchar los
detalles de su trabajo, u opinar qué traje era más apropiado. Había descubierto
los libros, y tenía un grupo de amigos con quienes comentar lo que sí le
interesaba: el arte, la vida, la política. Igual leía a Carlos Castaneda que a
Nietzsche, a José Agustín que a Thomas Hardy. Se volaba clases y pasaba el día
entero en la librería Ghandi, retratando a los viejitos jugando al dominó. Sus
amigos tocaban la guitarra, fumaban mota, iban a Coyoacán. Adriana no hablaba
de nada de esto con su mamá.
Ahora lo lamentaba. Su mamá
viviría en una de esas casas y ella no sabía quién era. Consideró tratar de
conocerla. No tenía tiempo. Le dio tristeza pensar que no tenía tiempo para
conocer a su mamá, pero al menos había aceptado pasar con ella el fin de
semana.
El taxi se aproximaba a una
especie de terminal, donde había camiones y espacios de estacionamiento en
lugar de aviones.
—Aquí la dejo, seño. Mire,
ése es el camión que debe tomar. —Gracias. ¿Cuánto me dijo que era? Contó con
cuidado los billetes. Tenía trescientos pesos. Esperaba poder llegar hasta la
casa de los Tordella de la Vega sin ir al cajero. Pensó en hacer algo, alguna
instalación con los cajeros automáticos. Verlos por dentro quizás. Ellos nos
veían, tenían cámaras de seguridad,
conocían nuestros nombres, nos repartían dinero. ¿Cuál era la relación del
cajero con nosotros y de nosotros con ellos? ¿Poner un cajero que se tragara
las tarjetas de la gente y filmar sus reacciones? No, eso era demasiado “camera
escondida”, tendría que ser algo más profundo. Quizás la relación de los
cajeros entre ellos, un cajero cargado de lana, ligando a otro, preguntándole
el saldo y comparando si le convenía o no. Un performance con un serrucho
eléctrico partiendo un cajero por la mitad, billetes volando por todos lados, y
el ruido. Chispas.
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