
La novela Memory Motel (Plaza y Janés, 2011), de la escritora chilena María José Viera-Gallo, será presentada el sábado 19 de noviembre a las 5 pm en McNally Jackson; para mayor información, hacer click aquí. El siguiente fragmento se publica con autorización de la autora.
VIVÍA EN UNA GRAN ciudad pero mi vida me parecía cada vez más pequeña.
Rara vez bajaba a la calle y cuando lo
hacía, mis pasos chocaban al norte con Metropolitan
Avenue y al sur con la calle Broadway. Circulaba entre esas
manzanas como por una muralla de contención donde mis
acciones, mínimas y obligatorias, se reducían a comprar
algo de comida en el almacén Hermano Deli and Grocery,
abastecerme de mi medicina en la consulta del doctor Asaid, y una
vez al mes, ir a pagarle el arriendo a la señora Layla.
La city que alguna vez había recorrido a diario
estaba reducida a una foto-postal que me
limitaba a admirar desde el otro lado del río. La vista de sus
edificios pegados uno al otro, como si fueran una gran pieza de
cemento a la cual no tenía acceso, me había llevado a
bautizarla con el estrambótico nombre de la mole.
Quizás porque mi barrio era un reducto
de gente joven o con aire de ser joven, a veces echaba
de menos subirme a un bus de la First Avenue y conversar
con alguna anciana sobre sus joyas falsas, el weather o el vergonzoso
presidente que venían de reelegir. Esas viejitas
judías que usaban el mismo paraguas para cubrirse del sol en
verano y de la nieve en invierno, conocían todos los secretos y
las mañas de la ciudad y si querían se podían dar el lujo de
pintar una segunda boca en la cara sin que nadie las
jodiera. Pero después de perder mi último trabajo, hacía ya seis
meses, no tenía ninguna motivación para cruzar a la mole. Ni
sus incansables personajes, sales de ropa, o su
generosa cartelera de cine, tenían el poder de sacarme de casa.
Caminar por sus calles numeradas era como
recorrer los pasillos de una gran fiesta; una vez en la
pista de baile, no tiene sentido quedarse a un costado viendo
cómo los demás bailan.
Las fiestas para mí siempre habían
estado en los lugares y momentos equivocados y a medida que
le iba perdiendo el gusto a la ciudad, me descubría
felizmente atrapada en mi barrio.
Mi edificio, ubicado en el número 9 de
la calle River, marcaba el límite imaginario entre el northside y el southside de Williamsburg, así como entre el
borde industrial y los neighborhoods boricua, italiano
y polaco de los alrededores.La gente lo conocía como the haunted
house ya que cien años antes una seguidilla de
incendios había quemado su fachada, dejando la mitad de sus
ladrillos negros. Mientras por fuera aún se notaban vestigios del
antiguo fuego, por dentro, el hall olía a un duty free contaminado de perfumes Calvin Klein, marihuana
prensada y cadáver de ratón. La dueña del inmueble, una
portorriqueña conocida como señora Layla, se vanagloriaba en
su mejor Spanglish de administrar uno de los edificios más
clean de la cuadra, sin yonquis y hediondos ancianos
abandonados a su suerte. Como si fuera poco, contaba con una
envidiable vista de Manhattan que cualquier yuppi de Wall
Street habría soñado tener, siempre y cuando no hubiera
estado obligado a vivir al frente de su codiciada isla.
Una de las cosas que me gustaba de vivir en Brooklyn, era
justamente lo que para otros parecía inconcebible. La ciudad
brillaba a lo lejos y no encima; las bocinas se perdían en la
profundidad del océano y no en tus tímpanos.
Al igual que las palomas y otros
animales de la ciudad, me había mudado con mis cosas al techo
del edificio gradualmente. Primero para escapar del asfixiante
calor del verano. Luego, de una plaga de
cucarachas. Y finalmente por razones arqueológicas: desde que
Igor se había ido, nuestro departamento parecía
fosilizado. Era como si las cosas que habían
sobrevivido a nuestra separación resintieran la desaparición de las que faltaban y
ahora sufrieran de un envejecimiento prematuro. Día a día,
presenciaba con asombro cómo ese equilibrio que hay
entre dos objetos que han convivido juntos, y que hace,
por ejemplo, que una determinada lámpara cobre vida sólo
si ilumina cierta mesa, o un jarro sea realmente
entrañable si se lo llena de viejas tarjetas de metro, se rompía sin
que pudiera hacer nada.
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