Los Perros, novela de la escritora mexicana Lorea Canales, será presentada en el Instituto Cervantes de Nueva York el 16 de septiembre a las 7 p.m. Las primeras páginas pueden leerse aquí. Los siguientes fragmentos se reproducen con autorización de la autora.
Miguel no paraba de hablar por su celular.
—¿Te acuerdas que me pediste que te avisara cuando supiera de algo? Ya lo tengo. Sí. Necesito que me ayudes. Lo que estás ganando ahora más comisión. Tenemos dos modelos: te hago accionista o te doy bonos. Según el nivel de riesgo que te acomode. Quiero reestructurar. Una holding y subsidiarias. Sí. Con control de voto. Que se vea bien limpio, pero que no exista forma de penetrar la estructura corporativa ni fincar responsabilidades. Tú eres el experto en eso, yo sigo lo que me digas. Tengo que manejar mis inversiones, sí. Diseñar la estrategia a largo plazo. Transparentar los procesos para que no se puedan ver. Claro. Como el juego de dónde quedó la bolita. Ajá. Manejarnos como una multinacional. Limitar nuestra exposición. Diversificar. Sí. En la Isla de Man está bien. Donde tú digas. Tengo ocho prestanombres, todos son de confianza. Cambiemos la fecha del contrato. Sí. Lo hacemos en dos pagos para que no levante alarmas. Sí. Tu mismo sueldo pero en dólares. Más un bono que depende de lo que hagamos en el año. Ya te mandé los del año pasado. Preferiría que trabajáramos con mi contador. No. ¿Para qué un auditor externo? Pero no hace falta capital. Moverlo bien. Ya hablé con Aníbal. Está al tanto. Necesita tres conchas. Conchas, güey. Shells. Empresas de papel. Me están robando los pinches abogados. Tengo cuatro tráilers llenos de despensas. Se acaba tu campaña en cuatro días: le das la notaría a mi cuate o no te llega la mercancía. Así, cómo oíste. Quiero la notaría ya. Te salió barata, papito. Vamos a hacerlo in house. Contrata al socio. ¿Es bueno? No mames. No, cabrón. Todo tiene un precio. Dile que o le llega él o le llego yo. A huevo, cabrón. ¿Para qué quieres meterte a jugar con las divisas? Ya sé que eres experto en eso. ¿Cuánto calculas que le sacamos si jineteas la lana? ¿Y si perdemos? Saco un seguro. Sí. Aníbal, en el IMSS, a todos. Habla con Joaquín. Amor, te digo que uses cinco tarjetas. Porque sí. Así me dijo el contador. Sí. Para los impuestos. Dos mil en cada. Sí. Ya no chingues, ¿quieres cuatro, entonces? No, pues. Ándale. ¿General? Cambio de planes. Va mi mujer. Sí. Mi esposa y mi hermano. No, no podemos. Marcha atrás. Otro. Otro. Me vale madres. Yo digo que se cambie. Porque lo digo yo. Sí. No va. ¿Entendido? No go. No me diga cómo hacer las cosas, yo las hago y ya. ¿No hay ninguna que se vea más finolis? ¿Más natural? Ándale, esa. La chiquita, sí. Dos. Siempre dos. Las entrevistas antes y después, no les pagas si no hablan. Me mandas el reporte. No es por pervertido, pinche idiota. Sí cabrón. Si cogieras con tu mujer también lo sabría, pendejo. ¿General? Ya ve como si cumplo. Amador tiene las firmas. Ya está.
Todo
se estaba volviendo más grande. Tenía tres oficinas. A los niños bien les había
conseguido un piso entero en Montes Urales. Se lo habían entregado con todo:
mobiliario, líneas de teléfono, computadoras, hasta papel dentro de las
impresoras. El dueño estaba acusado de lavado de dinero y había huido. Miguel
lo subarrendaba de la Unidad Especializada de Bienes Decomisados en la Lucha al
Combate del Narcotráfico. Nunca le llegaron recibos de teléfono. Miguel recordó
un proverbio chino: “ponte en el lugar correcto y las cosas llegarán a ti.” O
algo por el estilo. Desde que empezara a trabajar con el Kuri y el General, sus
teléfonos no dejaban de sonar. Las noches no se diferenciaban del día, en su
cabeza las conversaciones no tenían fin. Seguían los números, los cálculos, los
conflictos. Cada una de sus gentes estaba a tope y seguían contratando a más.
Aníbal había creado, junto con José, dos oficinas de recursos humanos. Sentía
como si bajara una pendiente de doble diamante que no tenía fin, llena de
obstáculos. Un paso en falso y podía romperse desde la rodilla hasta el cuello.
No tenía tiempo de pensar. Dejaba que sus instintos lo guiaran, navegando cada
bache con la inteligencia de la velocidad, de sus rodillas y músculos. Si se
detenía un instante a pensar siquiera en lo que estaba haciendo sería una caída
segura. Una vez empezado el descenso lo único que podía hacer era seguir. La
diferencia era que aquí era ascenso. Estaba convencido de ello. Subía. Nunca
había experimentado una sensación así, un rush
igual.
***
Los Ejecutados
Los
ejecutados vivían en dos territorios colindantes: un bosque denso y oscuro de
grandes árboles muy enraizados, suelo húmedo, tierra negra y hojas mohosas;
junto a un valle extenso de tierra seca y amarilla donde sólo crecen plantas
espinosas y el sol arde inclemente.
Venados y cazadores vivos moraban los dos
territorios. Los ejecutados suponían que quizás se habían convertido en una
especie de espectros. Las balas eran reales. No podían volver a matarlos, pero
sí penetraban sus cadáveres causando heridas inútiles y molestas que daban
lugar a diálogos así:
—A
mí me ejecutaron de un balazo en la nuca, ves. Prisionero de guerra. Todavía
siento el frío del cañón del arma sobre mi cuello que me obligaba a hincarme,
las rodillas de mi asesino contra la espalda. Pero esta herida en el pecho fue
de un cazador, un descuido.
Al darse la vuelta exponía una espalda
hecha trizas. La bala había entrado por el pecho haciendo apenas un hoyo negro
del tamaño de una moneda, pero como era expansiva la espalda estaba destruida.
Tenía la carne destrozada, las costillas rotas, pedazos de columna vertebral
volados. Dentro de lo que le quedaba de tórax se veía un corazón que no latía.
Aun
sabiendo que las balas no hacían daño, nadie se acostumbraba a ellas y no les
gustaba que les dispararan, ni el ruido que en algunos provocaba revivir las
angustias y sudores del momento de su muerte. Por esto los ejecutados pasaban
el día en el paraje desértico, escondidos en madrigueras rascadas con sus
propias uñas. La tierra era porosa y fácil de excavar. Los ejecutados
construyeron túneles, ciudades enteras donde se resguardaban de las balas y el
calor. Tenían comedores comunitarios, pequeñas recámaras, salas de reunión. Un
hormiguero subterráneo e infrahumano. El problema era la convivencia y la
claustrofobia. Estar abajo requería ser amable, al menos tolerable.
Kennedy por ejemplo, tardó unas semanas
en perdonar a Lee Oswald quien llegó poco después que él. Fue el archiduque
Francisco Fernando quien le explicó la situación. Junto con su primo Rodolfo de
Habsburgo, le hicieron entender que para estar ahí, había que perdonar a los
enemigos, inclusive a los asesinos. Ellos podrían considerar a todos los
serbios, o eslavos, inclusive los rusos o americanos sus enemigos, o ir más
allá y odiar a la enorme cantidad de antiimperialistas que había, pero que era
mejor no hacerlo si quería estar dentro del hormiguero. A Kennedy le había
bastado media hora de estar fuera en el desierto y una extensa explicación de
Francisco Fernando sobre la cacería de ciervos, para darse cuenta que bajo
tierra era el lugar dónde quería estar. Debía olvidar las causas de su muerte y
adaptarse al nuevo régimen. Era mejor que estar sólo en el bosque o desierto
asediado por más disparos.
Joan Vollmer, la viuda de William
Burroughs asesinada de la mano de su esposo en un fallido acto de Guillermo
Tell, tenía un salón literario y buena posición en las cuevas. Sin drogas ni
alcohol que nublaran sus capacidades, su mente brillante atraía a todos los
interesados por las letras. Isaac Babel y Lorca, jamás faltaban. Cuando llegó
Hemingway todo se fue al carajo. Después de un breve y tortuoso romance con
Federico, Ernest puso su mirada en Joan, o ella en él, y decidieron dejar la
sociedad para vivir solos en el bosque. Un par de veces al año regresaban a la
cueva, conocían a los nuevos, rompían un par de corazones y volvían al bosque.
Joan decía que Ernest estaba trabajando en la mejor novela de todos los
tiempos, y ella la había memorizado pues no tenían dónde escribir. Desprovistos
de materiales, en la cueva habían vuelto a la escritura cuneiforme, utilizando
un nuevo alfabeto. Pero no habían logrado encontrar el material para cuajar el
barro, frecuentemente las tabletas sobre las cuales escribían se desmoronaban.
Por esto, valoraban más la poesía oral.
Había un buen número de raperos y cantantes muy talentosos. Era mucho más
entretenido verlos que pasar horas descifrando marcas en el barro. Podían
disfrutar a Selena y Notorious B.I.G. ataviados por Versace casi todas las
noches. Lorca también con sus palmadas y voz gitana tenía éxito. Montó un show
con Muñoz Seca que duró varias temporadas.
Los principales políticos de la
comunidad, Maximiliano, Morelos, Hidalgo, Che Guevara, Kennedy y Luther King
habían ideado una forma de gobierno justa, y la cueva se administraba conforme
a estos preceptos. Los que no lo aceptaban, salían o eran expulsados al bosque.
Antonieta Rivas Mercado después de su
espectacular suicidio en Notre Dame, finalmente había superado su afición por
los homosexuales, y habiendo perdido a Vasconcelos tuvo que contentarse con Bob
Kennedy, a quien le perdonaba sus infidelidades.
Las adúlteras árabes eran las más
felices, algunas porque también habían ejecutado a sus parejas y ahora vivían
en paz con ellos. Otras porque naturalmente las mujeres escaseaban y como tal
sus excesos eran aplaudidos.
Los ejecutados seguían morando la tierra,
eternamente y entre balas. Habían llegado a la conclusión que los cazadores
sentían su presencia pero no podían verlos y no les quedaba de otra más que
esquivar balas por toda la eternidad.
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